Imaginaos
la escena: chimenea, él, ella y jazz. Da igual la pieza que escojáis, la
situación seguirá siendo igualmente exquisita.
Las
chispas saltaban más allá de la chimenea, casi rozaban sus pies. Las mantas se
habían quedado en el sofá, abrazando los cojines. Sus
miradas se encontraban, y se perdían; y se volvían a encontrar. Llevaban la
melodía del fuego en sus ojos, al ritmo del jazz.
Ella se
acomodó entre sus piernas, y él la rodeó con sus brazos. Sin querer, un botón
saltó, dejando ver un poco más el pecho de Eva. No era un pecho cualquiera, él
lo sabía, era como si alguien lo hubiese puesto allí con la mayor delicadeza
del mundo y con muy buen gusto, demasiado quizá.
Sus saxos
llevaban tiempo expectantes de la situación, esperando su hora, sabiendo que
tarde o temprano llegaría el momento de ser tocados. El vino también estaba
esperando ser probado, y para qué engañarnos, la parejita se moría de ganas.
Descorcharon
un Marqués de Vargas que encontraron, —al parecer la última persona que
pasó por aquella cabaña decidió dejarla ahí. Y qué bien que así pensase. —
El
sabor de las copas y su contenido hacía una combinación espectacular con el
jazz y el fuego. Y mientras más vino, más calor. Y ya sabéis lo que pasa cuando
hace calor entre dos músicos, que se
tocan.
Así que
finalmente sus saxos se reencontraron, Eva le deleitó con una melodía entonada
en 'Sí bemol mayor'; y él se
decantó por observarla, dejándola hacer los solos; y acompañándola con largos
sostenidos de’Do menor.’ Y así se tiraron todo lo que la luna les dejó, hasta
que sus bocas agotaron sus instrumentos, y el fuego se apagó.
Pero ya sabéis lo que pasa: que donde hubo fuego, cenizas quedan.
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