No cabía duda. Era la viva imagen de su madre. Cómo olvidar esos rizos color cerveza que se enredaban entre sus dedos después de noches ardientes, y cómo olvidar esa sonrisa picarona que se asomaba entre unos hoyuelos más que desesperados por un beso. Jugar con los recuerdos lejanos que tenía de la que un día fue su esposa, era algo que le encantaba hacer, pero que temía. No quería modificar ningún recuerdo, no quería mentirse. Exprimir cada sensación era lo que le mantenía vivo, y ahí estaba su hija para recordárselo. De nuevo no cabía duda, era casi igual a la mujer que él amó. El mismo mal humor cuando estaba nerviosa, el mismo temblor de manos cuando el mundo tronaba, el mismo llanto cuando su yo interior le fallaba. Sí... Era similar también su manera de remover la cuchara sobre la taza de café, de levantar la mirada del periódico cuando la interrumpían de su lectura interesante de la columna de sucesos.
De pronto el miedo se apoderó de él. Fue consciente de que algún día alguien se enamoraría de sus labios con carmín rojo, de su pequeña nariz, de sus manos de pianista; y fue entonces cuando se dio cuenta que su niñita seguiría un camino de adulta alejada de él. Y él se quedaría solo, de nuevo. Como cuando su mujer le dejó con un bebé hambriento de ganas de llorar sin dejarle si quiera despedirse. Cómo la echaba de menos, y cómo la iba a volver a echar de menos.
Siempre le había gustado mirarla. Aunque sabía que ya no era su pequeña, siempre sería la niña a la que arroparía cada vez que lo necesitase.